“Mírame, soy feliz, tu juego me ha dejado así.
Consumir, producir, la sangre cubre mi nariz.
No sé dónde quedó el rumor que nos vio nacer,
pagó la jaula al domador”
(Vetusta Morla, 2008).
Históricamente en todas las culturas ha existido la figura del bufón; alguien llamado a entretener a las altas esferas, a despreocuparse de los problemas propios de la mera existencia. El entretenimiento que ofrecían abarcaba desde la mímica hasta la sátira. Y siempre han existido dos clases de bufones:
Los primeros, aquellos que actuaban como figura consciente dentro del aparato del entretenimiento, los que se saben conscientes del poder de su posición y usan el humor como arma crítica, su discurso como altavoz desde la ironía, en definitiva, personas carismáticas capaces de llegar a los círculos de poder desde su discurso aparentemente inocente. Los tontos sabios.
Los segundos son fruto de la casualidad, personas que por diferentes vicisitudes acaban convertidos en bufones, no siendo esta su idea ni su objetivo. En este caso no hay discurso propio, son marionetas del sistema y están a su merced. Incluso teniendo voluntad de entretener, carecen de control sobre su imagen, su tiempo y su propósito. Ciegos en un inicio por el foco de la fama, se sienten vistos y escuchados, pero en realidad son juguetes rotos que serán olvidados cuando surjan nuevos bufones.
En un mundo en el que los minutos de gloria cada vez duran menos, es difícil mantenerse en el foco. Si llevas un discurso, partes con la ventaja de que te sabes fiel a el mismo, pero incluso así puede ser sencillo perder el norte y acabar a merced de los deseos de un público cruel, sediento de estímulos y al cual no suele importarle el mensaje si no la acción continua. Los tiempos del “menos es más” no existen en la cultura del scroll infinito. Ya no existían ni siquiera hace veinte años, en la cultura de las audiencias masivas. Pero seguimos necesitando que nos entretengan.
Estos días, con la publicación de la serie Superestar, vuelve a estar en boca de todos ese momento social y cultural de principios de milenio llamado Tamarismo, que muchos recuerdan con nitidez y otros solo por la estela que dejó en forma de productos de zapping.
La realidad es que todos los que participaron en ese movimiento eran bufones, pero desgraciadamente del segundo grupo. Tuvieron su momento, su minuto de gloria, del mismo modo que irrumpieron en el imaginario colectivo rápidamente fueron desterrados por el mismo aparato que les encumbró, no sin antes exprimirlos y desnaturalizarlos hasta el punto de dejar de ser percibidos como personas y ser simplemente personajes.
Algunos de ellos trataron de ser bufones conscientes y trabajar al servicio un propósito. La realidad es que la espectacularización era tal que resultaba imposible mantener el control sobre uno mismo.
No fueron las únicas víctimas de este sistema feroz, solo unas víctimas más. Mientras en Netflix disfrutamos de un magnífico trabajo de ficción sobre lo que fue el inicio de la televisión friki y las consecuencias cuando se baja el telón, en paralelo, en esta era de contenido infinito e ilimitado, siguen surgiendo nuevas víctimas, nuevos juguetes rotos: historias que parecen sacadas de uno o varios capítulos de Black Mirror, pero son reales. Personas que han sucumbido al sistema y se han convertido en personajes a quienes no les importa morir en el camino. Todo por el show, todo por la fama.

Porque una vez parece perdido todo ya nada importa, solo mantener el foco. El discurso, si es que alguna vez lo hubo, ya no existe. No interesa que exista. Sí interesa ser partícipe de él. Colaborar en el artefacto de creación y muerte de estos personajes. Aunque los personajes a menudo son percibidos solo por la parte de ficción, la percha que los sostiene es una persona; olvidada y condenada a portar un disfraz hasta que su personaje muera. Pero en los tiempos que corren, la línea entre la muerte del personaje y de la persona cada vez es más difusa. Como meros espectadores y si nuestra conciencia nos lo permite, deberíamos dejar de participar de estos espectáculos.